jueves, 19 de enero de 2012

Otro diecinueve de enero más.

La luz de la ciudad iluminaba aquella pequeña habitación de hotel. Me desperté aturdida por el calor sofocante de aquel verano, mi pecho perlado de gotas de sudor subía y bajaba a un ritmo algo más acelerado que de costumbre. Miré hacia mi izquierda, tu lado de la cama. Dormías como un niño cuando se encuentra seguro en los brazos de su madre. Tu rostro estaba tranquilo, tus pestañas rozaban delicadamente tus mejillas, los labios parcialmente entreabiertos; uno de tus brazos estaba extendido hacia mi, la palma de tu mano colocada hacia arriba, nos dormimos cogidos de las manos, como dos enamorados, como lo que eramos.

Me levanté con cuidado de la cama y me encaminé hacia la ventana abierta, atraída por el suave ruido del tráfico como una polilla a la luz más diminuta en la oscuridad. Me acaricié el vientre por encima del camisón de lino. Allí estábamos, cumpliendo nuestro sueño con nuestro pequeño milagro. Estambul se abría a nosotros como un tesoro, mostrándonos rincones que jamás soñamos, sin entender a penas el idioma, pero entendiéndonos con todo el mundo. Desvié mi mirada hacia mi muñeca izquierda, apoyada en el alféizar de la ventana. Tres simples trazos, tu nombre escrito en aquél idioma desconocido, al igual que el mio en tu muñeca. No podía dejar de sonreír, no podía dejar de ser feliz. Alcé la mirada y me encontré con la inmensidad de la catedral de Santa Sofía. Era casi tan hermosa como tus ojos azules. Y cuando me di la vuelta, fue lo que me encontré. Tus ojos azules mirándome con adoración.



Escribe y cuéntale al mundo que un día nos quisimos.

1 comentario:

  1. Echaba de menos tus entradas (y esta me requeteencanta <3)

    abrazo
    muy fuerte.

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