sábado, 16 de abril de 2016

Mi vida, mi mar.

No podría definir mi vida sin definir el mar, un mar que comienza en calma y termina bravío, un mar lleno de claros que se convierten en nubes cuando tú faltas. Nunca me han gustado las tormentas excepto el día que me convertiste en nube y lluvia en un cabrilleo incesante de besos, llenos de espuma de querernos demasiado. A día de hoy me sigo preguntando si se nos rompió el amor de tanto usarlo o de dejarlo sólo para los días de guardar. Aún no me hago a que ya no estemos allí, a que no tengamos que salir corriendo porque empiece a llover, a pasar horas esperando trenes sin parar de reír, a sentirme más en casa que nunca; pero el mar se quedó huérfano y yo me quedé sin ti. (Al menos, nos teníamos el uno al otro). La marejada se volvió rizada, al igual que mi pelo sin tus manos, buscándote en todos los resquicios de la arena, mientras el océano gritaba que él sólo quería seguir durmiendo sobre tus pestañas, que, por favor, no nos abandonaras. Me senté en la orilla, permitiendo a las olas mojar mi corazón con agua fría y sal, justo como se hace con las heridas para que curen rápido -qué pena que no fuera tequila, o ginebra y ron, o vodka y aguardiente-; confesé mis miedos en voz alta, pero no dejaron de asustarme; tejí una red para salvar los restos que quedaron de mí misma tras un naufragio hecho de silencios y mentiras. Con eso me fui, desnuda de alma para arriba y los ojos llenos de nostalgia. Comencé a andar como un peregrino en busca de su perdón, con la penitencia en las comisuras de los labios y una cruz en la espalda; a perderme en otras playas, a no volver a visitar mi propio mar excepto para ahogar las lágrimas y dejar barcos de papel en botellines de cerveza, (por si algún náufrago me encontraba y me ayudaba a volver); a leer a Baudelaire para manifestar una revolución en mi vida, a coserme las verdaderas flores en las mejillas para mantener viva la esperanza de una primavera que pudiera reparar un noviembre hecho pedazos; a pintarme como hacía Courbet, con ojeras, pincel plano y espátula, exactamente como en mi cuadro favorito, exactamente como en La Vague. Ahí fue cuando comenzaron las verdaderas tempestades, las grandes olas chocando contra las rocas rompientes -esas que algunos llaman malamente coraza-, las dudas dejaron de ser puerto y pasaron a convertirse en un abismal allende allí donde habían existido certezas, justo en mi clavícula izquierda, al norte de tu lunar favorito, al sur de mi nudo en la garganta. Intenté levantar los pies del suelo, convertirme en un vuelo migratorio, en una bandada de gaviotas que saben que no volverás pero ya no te echan de menos; no te diré que lo conseguí, porque no es cierto, pero el talud continental que existía en mi pecho fue uniendo sus fallas con puntos de sutura hasta dejarme la cicatriz más bonita que me ha hecho la vida, la de quererme tanto a mí misma como para querer trocarme en bahía algún día. Me quedé dormida en una abarrotada pleamar, con viento de cara y sin llegar del todo a la costa, pero, ¿sabes qué? No me importó, porque tú, querido mar, siempre serás eterno, por lo menos, para mí.

La vague, Gustave Courbet (1819-1877).
Este relato está presente en la antología Letras sobre lienzo organizada por Srta. While y YaizaArts. Podéis leerla completa aquí y podéis escuchar el relato en mi canal de YouTube aquí.



3 comentarios:

  1. Guau, qué potente. Brutal, como el mar a toda costa.

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  2. Acabo de escribirle a mi chico Cantábrico y ahora leer esto es como mojarme las heridas y sentir cómo se curan a cámara lenta.

    Qué maravilla.

    Un abrazo, flor,
    S.

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