martes, 21 de febrero de 2012

Estoy dormida, ¿verdad?

Le vi a lo lejos, buscando algo con la mirada, algo a lo que aferrarse por el resto de sus días. Era un lobo viejo sin palabras, y yo la única que podía devolverle las historias. Ni si quiera Julia, la que había sido la mujer de su vida, podía ayudarle ahora. Ya no se querían. Eran dos extraños que compartían un amor apagado hace muchos años, los recuerdos les mantenían juntos, los recuerdos y la confianza. Se conocían demasiado bien como para hacerse daño; Javier sólo quería ver a Julia sonreír de nuevo, y Julia sólo quería olvidar el dolor de no haber podido cumplir su sueño.



A veces, me acercaba al hospital solamente para ver de lejos a Julia, ver cómo todos la felicitaban tras una dura operación, o cómo los niños la sonreían sin miedo. Sentía envidia. Envidia porque yo no era más que un intento de pintora que hacía años luz que no tocaba un lienzo. Una niña que vivía sola gracias a la herencia de su abuela y que ni si quiera podía mantener una conversación tranquila con su madre. En cambio Julia era lo que yo siempre había querido ser, una mujer fuerte, inteligente, y con un brillante futuro. Aunque lo que no supe hasta años más tarde, es que Julia y yo compartíamos un defecto, lo cabezota que eramos; ninguna de las dos dejaba que otra persona les ayudase.



Buceé de entre mis pensamientos y volví a mirar a Javier, quien todavía no me había encontrado. Me encantaba verle así, nadando en el mar con su mirada del mismo color, con las pecas brillándole al sol como si fueran centellas; centellas que me reclamaban para que no pudiese dejar de mirarle. Reí para mi; como siempre, iba totalmente despeinado, sin importarle un mínimo cómo caía, excepto cuando en un brote de inconformismo, se lo desaliñaba con las manos para evitar que le nublase la vista.



No pude esperar más y dejé libre a Sparkle, quien corrió a morder las zapatillas de Javier, su deporte favorito. Nuestras miradas se cruzaron y ambos estallamos en dos fuertes carcajadas.
Javier caminó hacia mi con las manos en los bolsillos, con el westie saltando a su alrededor, pero sin desprender su mirada de la mía. Sus ojos eran los culpables de la especie de juego que nos traíamos, el de buscarse y perderse, el de buscarse y encontrarse. Cuando se sentó, tuve un deja-vú, recordé sus brazos torneados por el sol mientras hacíamos el amor en el acantilado, sus labios buscando ferozmente los mios y sus ojos cerrado por la cercanía del clímax. En aquel momento deseé que me tomase allí mismo, sin prisa, solo con las ganas que nos teníamos. Carraspeó.



-Caperucita, caperucita... He estado escribiendo.
-¿Ah si?
-Sí, sobre ti. Sobre tu manera de caminar, sobre tus piernas largas y tus faldas cortas.
-Quiero leerlo.
-No puedes.
-¿Por qué? Eso es injusto. Si soy tu musa debería poder leer lo que escribes sobre .
-Cuando lo termine.
-¿Y cuando lo termines qué pasará? ¿Será el fin de nuestra historia?-Me mordí el labio nerviosa, no había pensado en que pudiese terminar. No sabía ni cuántas páginas tendría el libro ni cuánto me necesitaría, a fin de cuentas, él era un escritor profesional, no un chiquillo que juega a escribir líneas inconexas.
-Ya no podría olvidarte aunque quisiera, Carlota. Tienes algo, niña.
-Yhfjsk...-Hinché los carrillos, sin darme cuenta de que era precisamente esto lo que me hacía parecer una cría a su lado.-Yo no soy una niña, Javier.



Le desafié con la mirada. Mis ojos de gata relucieron ante él, mostrando que podía jugar, que era una mujer. Él se rió, suave, delicado, como si no quisiese que el mar, a escasos metros, le escuchase. Acto seguido, tomó mi rostro entre sus grandes manos, hipnotizado, guió su rostro al mio, quedándonos cerca, peligrosamente cerca.



-Sé que no eres una niña, princesa, pero me gusta esa inocencia que desprendes.



Y me besó, sin esperar a que yo cerrase los ojos, disfrutando de lo mucho que le gustaba besarme.

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Toc, toc... ¿Hay alguien en casa?