Fotografía de Loga Trèclau. |
Juré escribir sobre un chico acantilado y sólo consigo frases inconexas que no me llevan a ninguna parte, debe de ser que aún tengo la resaca de no llegar a besarle y vivir para siempre con las ganas de saltar al vacío. No me lo tengáis en cuenta, lo mío nunca han sido los comienzos -tampoco los finales-, pero es que escribir el prólogo de cómo me abrí el corazón como si fuese un talud continental no es sencillo. Veréis, yo sólo le pedí que me quitara la ropa y me terminó quitando hasta los miedos, dejándome la nostalgia en bragas frente al espejo. "Era ateo hasta que te vi desnuda", me dijo -el muy cabrón-. A mí, que hubiera puesto la mano en el fuego una y mil veces porque el fin del mundo se encuentra exactamente a la altura de sus pies y que no existe mar más allá del Finisterre de sus labios.
Conocerle fue como encallar en un puerto sin tener idea alguna de hacer nudos marineros (que a mí eso de ‘nudo de mariposa’ me sonaba a lo que le sucedía a mi garganta cada vez que él sonreía). Me sentí como un náufrago que ve por primera vez a una sirena, o como una sirena que ve a su faro de Alejandría. Tropezando, encontré una caracola que gemía su nombre como una guitarra muda, exactamente como hacía yo cuando el relente de su lengua atracaba en el istmo del final de mi espalda. El allende se nos quedó corto para tanta salitre, pasando a convertirse en una baja mar que me alejaba del estuadero de mi pecho viento en popa; capitán.
Me pinté los ojos como si fuera a mirar a través de ellos en los límites del litoral, creyéndome Artemisa, pero incapaz de no convertirme en eclipse cada vez que me tocan sus manos. Mejor ni os cuento la cantidad de epítetos subjetivos que podría formar sólo con recordarlas. Pisé millones de recuerdos disfrazados de conchas antes de atreverme a rozar el agua, antes de sumergirme en una pecera de la que ya nunca querría volver a escapar. Dijo "y tú, chica, (me) das vértigo" justo en el momento en el que yo me tiraba en picado desde el escarpado de sus clavículas con destino a una zona pelágica que, en realidad, poco tenía que ver con una pleamar.
Convertí las cicatrices de sus besos en mi cuaderno de bitácora para no perderme en la locura como los marineros de Ulises. El seno de la ola me terminó de engullir sin preguntar primero si me dirigía destino a sotavento, o si por el contrario, lo que quedaba en el remolino en el que se había convertido mi vida quería ir como una vorágine de vientos alisios camino de barlovento. No me habléis de emersiones abisales cuando fui yo la que construyó un arrecife alrededor de su tórax para que no se le desarmase el corazón entre tanta ola. Luché contra krakens, serpientes marinas, medusas, hidras e, incluso, contra el mismísimo Leviatán, y ninguno de ellos me dio tanto miedo como el abismo de sus ojos la primera vez que me vio llorar. Me abrazó como tiempo antes habían hecho nereidas y oceánidas, incapaces de hacerme dejar de desear el Midgar, deshaciendo todo el frío y la profundidad.
La alta mar se me antojó pequeña si tenemos en consideración la cadencia de sus versos. Pero de qué voy a hablaros yo de lírica, musas y plectros, si no sé ni de nada, ni de todo siquiera la mitad.
Que, para justicia poética, él, el mar y sus acantilados.
Fotografía de Loga Trèclau. |
Este relato es el prólogo de la antología Havsströmmar creada a 33 voces y pensada por Meren Plath y una servidora. La antología completa puede ser leída aquí.